lunes, 5 de diciembre de 2011

Patricio Valdés Marín



La contradicción fundamental en el discurso filosófico del ser, surgida tras los postulados antagónicos de Parmédides y Heráclito, fue superada sólo cayendo en la dualidad espíritu materia, en contra del ideal de la unidad natural del univer­so, el que contiene sólo lo múltiple y lo mutable de la materia. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual. Se ha supuesto también que es imposi­ble adquirir proposiciones de carácter trascendental a partir de la experiencia del mundo sensible, siendo ello posible únicamente por una acción de una razón de naturaleza espiritual. La ciencia, por su parte, ha encontrado que esta dualidad es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido descubriendo, siendo la unidad del universo lo central y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser.


Introducción al tema


La historia para explicar qué conocemos constituye una gi­gantesca empresa que emprendió la filosofía desde sus mismos albores en la antigua Hélade, cuando en la comprensión del univer­so, en las cosas que contiene y en el acontecer, buscaba encontrar la racionalidad y el sentido de todo. En la filosofía podemos destacar algunos aspectos fundamentales que ahora, desde la perspectiva científi­ca, siguen tan vigentes, mientras que otros aspectos resultan ser suposiciones, creencias, pretensiones y teorías ingenuas. El punto de vista científico, que persigue explicar el ‘cómo’ de las cosas del universo mediante la observación, la experimentación y verificación, y la formulación de hipótesis y teorías, ha puesto en jaque la labor y el fruto de los más eminentes y dedicados pensadores que la humanidad ha tenido al ir desentrañando la realidad en la medida que ha ido develando la causalidad en el acontecer. Como resultado de este quehacer, la ciencia ha transformado radicalmente la visión que los seres humanos habían forjado por siglos de Dios, del universo y de sí mismos. Este proceso se está verificando ante nuestras propias narices, en una revolución cultural sin precedente.

Para solucionar el problema ‘qué son las cosas’, fue necesario pasarse al problema ‘qué conocemos acerca de ellas’. En gran medida la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si se refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las cosas, en si de ellas se puede derivar conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura. El problema discutido no es menor, pues se refiere tanto a la naturaleza del sujeto que conoce como del objeto que se conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas. Ciertamente, las implicancias han sido profundas en la metafísica, la epistemología, la ética, la psicología, la antropología, la política, la estética, el derecho.

Para ubicarnos en el problema epistemológico, que, como ha sido visto desde el comienzo del pensar filosófico, precede al pensamiento metafísico, se reconoce ampliamente que existe una radical diferencia entre el sujeto que conoce y el objeto del conocimiento, y entre el mundo de las ideas y el mundo real. Por una parte, está la cuestión de las respectivas naturalezas de la representación y de lo representado. Así, para los idealistas, la representación es más real que lo representado. Y para todo el pensamiento anterior a la era computacional y exceptuando en cierta medida el materialismo, la representación es de naturaleza espiritual, en tanto que lo representado pertenece al mundo material. Por la otra, está el alcance del objeto de conocimiento, siendo generalmente considerado como algo pasivo y comprendido como una entidad englobada en sí misma y cuyas vinculaciones son secundarias. Pocos filósofos, y además en forma tímida, han considerado que los objetos son funcionales y que lo que es más significativo en la realidad son las relaciones causales entre las cosas más que las cosas mismas.

Contradicciones

Tres temas en los que la ciencia contradice a la filosofía tradicional parecen ser decisivos, y serán analizados en este ensayo. El primero se refiere a la unidad que confiere racionalidad e inteligibilidad. Así, para la filosofía tradicional, que concibe el mundo sensible como caótico en tanto múltiple y mutable, la unidad está principalmente en la idea y secundariamente en las cosas; éstas poseen unidad en tanto son participativas del ser, entendido más bien como un ente de la razón. En cambio, la ciencia ha descubierto que el mundo sensi­ble, al que identifica con el universo, no sólo contiene la unidad exigida por una racionalidad, sino que cualquier otro tipo de unidad inteligible y racional procede necesariamente de este mismo universo y las cosas que contiene. La unidad y el orden del universo y sus cosas se encuentran en las leyes naturales que la ciencia va descubriendo, pues son universales, se aplican en todo el universo. No es extraño que en ausencia de la ciencia empírica el universo hubiera aparecido como un caos en la edad precientífica.

El segundo tema que se tratará se refiere a la naturaleza de la idea. Para la filosofía tradicional la idea no puede ser mate­rial, pues es tan intangible que resulta no creíble que pueda ser tan material como un trozo de roca; y si ella es inmaterial, la razón debe ser de naturaleza espiritual para poder contenerla. Este argumento apoya la creencia en un compuesto espiritual cons­tituyente del ser humano y de la separación del universo en dos naturalezas distintas. Para la ciencia, en cambio, tanto la idea como la mente y la razón son tan materiales como todo el universo sensible. En definitiva, si el universo que descubre la ciencia posee una unidad, es precisamente por su materialidad. Cualquier dualidad materia-espíritu contradice dicha unidad. En cambio, para la filosofía tradicional dicha dualidad es irrelevante en relación a la unidad del universo, puesto que la unidad es una propiedad, no de las cosas, sino de la ontología.

Por último está el tema de las proposiciones trascendenta­les, propias de una metafísica. Así, la filosofía tradicional hace depender las proposiciones trascendentales del apriorismo, y que para Kant resultó ser el verdadero problema de su crítica, pues buscó la posibilidad de obtener proposiciones trascendentales a priori y, ciertamente, sin el recurso de la inducción. El punto que se analizará es que para la filosofía tradicional lo necesario y universal de una proposición proviene del hecho de que está constituida por ideas de carácter inmate­rial y con unidad intrínseca. Así, si las ideas son más reales que lo que representan y siendo la verdad un atributo intrínseco de la proposición (antes que de su concordancia con la relación objeti­va que representa), la proposición tendrá carácter de necesario.

Para la ciencia, en cambio, el valor de necesidad de las proposiciones sobre el universo y sus cosas proviene directamente de la adecuada comprensión de las relaciones causales, y éstas dependen de leyes universales, es decir, del modo determinista de funcionar del universo y sus cosas, que es justamente lo que aquella descubre. Este hecho hace que las proposiciones que conoce la ciencia respecto a la causalidad tengan efectivamente el carácter de necesidad y se refieran al universo entero, como la ley de la gravitación universal, a pesar de que la misma ciencia constituya un proceso de conocimiento inacabado. Puesto que las causas pertenecen al modo de funcionar de las cosas a escala universal, las proposiciones referidas a ellas tienen también el carácter de universal, lo que junto con su necesidad las hace trascendentales.

Lo que estos tres temas tienen en común es que surgieron de la dualidad introducida tras la contradicción fundamental de los discursos de Parmédides y Heráclito. Si el ser es uno, ¿cómo puede ser también múltiple y mutable?, preguntaba el primero, mientras que el segundo no podía pensar en otra cosa que no fuera el permanente devenir de la multiplicidad de cosas. Hasta ahora, en la solu­ción de este problema, siempre que se ha obtenido la unidad en algún aspecto, ha resurgido la dualidad en otro. Así, Platón obtuvo la unidad en la Idea, pero resurgió la dualidad entre ésta y la realidad sensible. Aristóteles hizo proceder la idea de la realidad sensible, unificando ambos mundos, pero la dualidad reapareció en sus conceptos de forma-materia, acto-potencia, esencia-existencia, sustancia-accidente. Siglos después, Des­cartes aceptó decididamente la existencia de dos mundos apartes, sus res cogitans y res extensa. Pero no era fácil prescindir del anhelo de unidad que podía explicar el sentido del universo y darle racionalidad. Kant intentó buscarla en la razón, pero la dualidad renace en la distinción que él hizo entre el entendi­miento y la razón, entre el objeto inteligible y el mundo sensible y entre la cosa en sí y la cosa como aparece, forzado a ello por considerar caótico el mundo sensible y a priori la idea.

Pareciera que si uno acepta la noción de ser necesario en un universo contingente, de alguna u otra manera se pierde la unidad del ser, quedando el universo polarizado, como ha sido el caso de la historia de la filosofía hasta el presente, al regis­trar la dualidad principalmente entre lo real y lo ideal, cen­trándose el problema principalmente en la epistemología. Pero si así ha ocurrido históricamente, ha sido por desconocimiento de cómo el universo funciona y por creer demasiado en el poder de la razón. Tras lo descubierto por la ciencia nosotros podemos afir­mar que el caos que aparece al observar el mundo sensible es sólo aparente. Detrás de él, se encuentra una maravillosa racionalidad que confiere unidad a las cosas sin necesidad de ser impuesta por la razón. La ciencia puede aportar los antecedentes requeridos para superar definitivamente el problema de la dualidad que tanto ha incidido en la cultura occidental, y sin caer, por otra parte, en el reduccionismo del monismo que niega uno de los términos de la dualidad. Podríamos decir que el pecado de la filosofía tradicional ha sido la dualidad, y la ciencia la ha castigado con la amenaza de su desaparición. Es simplemente la dualidad la que debe ser negada y rechazada por ser tan artificiosa y contraria al conocimiento que la ciencia ha venido develando. Analicemos con mayor detalle entonces a continuación estos tres temas que la ciencia critica a la filosofía tradicional.


La razón frente al caos


Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la existencia. Esta arbitrariedad ha demandado antropológicamente el reconocimiento de un orden animista que explicaría el funcionamiento de las fuerzas naturales, las que se pueden desencadenar positivamente tras rogativas y expiaciones colectivas o individuales. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres cerebrados mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad para aprender confieren mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado, permi­tiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. La inteligencia ha ido evolucionando para discrimi­nar el desorden y encontrar lo constante y lo repetitivo.

La experiencia, el apren­dizaje y el conocimiento de la iteración posibilitan una economía de esfuerzos para evitar los peligros y encontrar los medios para sobrevivir. Según lo descubierto por el conductismo, el aprendizaje se logra a través del mecanismo de ensayo y error, siendo su objetivo no repetir el mismo error, el que puede provocar incluso un daño irreversible. El fruto de este mecanismo es el aprendizaje de relaciones de causa y efecto, el que sirve para prever los efectos de una acción propia o de un acontecimiento externo al individuo y que lo puede afectar. La iteración de la causalidad nos señala también que la naturaleza se comporta de acuerdo a ciertos parámetros prees­tablecidos, aquello que denominamos leyes naturales y que la ciencia descubre.

En los seres humanos, y más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos. Esta capacidad es el fruto del pensamiento abstracto y racional, por el que se obtienen las relaciones ontológicas y lógicas. Mediante el conocimiento de las relaciones causales y el pensamiento de las relaciones ontológicas y lógicas, un ser humano adquiere un notable dominio sobre el hostil, pero también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le debe imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida y domina­da. El problema epistemológico que naturalmente aparece es si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón.

Históricamente, la concepción de una realidad identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por la epistemología tradicional, y razonada en términos de multiplicidad y mutabili­dad. Englobar lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo fue el legado de Heráclito. Esta epistemolo­gía efectuó una radical cirugía sobre la concepción de una reali­dad identificada con el caos y opuesta a una razón ordenadora y unificadora. Ella seccionó el universo en dos realidades distintas: la realidad sensible del objeto inteligible y la realidad racional del sujeto cognoscente. De acuerdo a la epistemología racionalista, lo sensible está sometido al caos y al desorden, y posee únicamente multiplicidad y mutabilidad; en cambio, lo racional es el lugar de las ideas eternas e inmutables. Según ésta, el prime­ro es propio de lo material y corrupto, y conduce al error; el segundo corresponde a lo inmaterial y espiritual, y es la fuente de la verdad. Para explicar la unidad e inmutabilidad de la idea, la epistemología emprendió la tarea de tender un puente entre ambas realidades. A causa de la desconfianza que merece la reali­dad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón.

La historia de la filosofía nos muestra que nunca ha habido acuerdo acerca de la forma del puente, y las posiciones se ubica­ron en un campo ideológico cuyos extremos han sido dominados, uno por el idealismo y el otro por el realismo. La respuesta particu­lar al problema de la posibilidad de la existencia de las ideas en la razón, propio de la teoría del conocimiento, estableció su ubicación en dicho campo. Así, para los idealistas las ideas preexis­ten en la razón y, por tanto, son innatas. En cambio, para los realistas las ideas provienen primeramente de la realidad sensi­ble, siendo abstraídas por la razón. En lo que hubo justificado acuerdo fue en negar validez a los intentos de los empiristas para alcanzar juicios absolutos mediante el puro método inducti­vo.

Existe consenso en que conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica. La acción para otorgar orden lógico y racional puede realizarse de cuatro maneras. En primer lugar, se puede suponer que la razón misma es la poseedora de la racionalidad, siendo capaz de imponer orden a una realidad supuestamente caótica. En esta actitud vimos que existieron ini­cialmente dos posturas: primero, la de Platón, quien separó una razón, considerada preexistente, de una realidad, considerada aparente; y segundo, la de Aristóteles, quien supuso que la experiencia de la realidad gatilla la capacidad ordenadora de la razón. Del segundo, los tomistas supusieron posteriormente que la razón genera ideas universales; y los nominalistas supusieron, por el contrario, que ésta logra generar únicamente ideas parti­culares. Tiempo después, Kant, siguiendo el camino de Platón, recurrió a sus formas a priori y a sus categorías para obtener un objeto inteligible emanado del entendimiento, pero no de la experiencia sensible. Los neokantianos quisieron ir más lejos: deducir verdades lógicas por su carácter trascendental, a priori, ideal, objetivo y atemporal, sin considerar que la mente es subjetiva, relativa y contingente.

En segunda instancia, en la vereda opuesta la fenomenología fue un intento para conocer la realidad de una manera objetiva, buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y la conciencia, pero sin lograr explicar cómo la mente puede conocer los objetos. En el extremo el empirismo lógico, al igual que la filosofía analítica, rechazó todo conocimiento que no pudiera relacionarse con lo inmediatamente sensible y empírico, tildándolo de sinsentido.

Tercero, se puede suponer que la percepción de la realidad es falible y, por tanto, no confiable. Esta es la postura del escepticismo, el que nunca ha tenido algo que apor­tar. Nuestra época, tildada de posmoderna porque reniega de una verdad filosófica, al tiempo que encuentra efectivamente que toda verdad científica nunca está completa, pudiendo incluso ser eventualmente rebatida por nuevos descubrimientos científicos que la contradigan, se encuentra inmersa en el escepticismo y el relativismo y se expresa en un mundo de imágenes y emociones.

Por último, se puede suponer que la realidad misma es caóti­ca tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece, existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad. Ambas características pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determi­nadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertene­cen a distintas escalas incluyentes. Esta tercera manera de superar el aparente caos en la naturaleza, que surgió con el método científico, debiera ser asumida por una verdadera episte­mología. Ella es analizada en mis libros La llama de la mente (ref. http://llamamente.blogspot.com) y El pensamiento humano (ref. http://penhum.blogspot.com).

Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad ilimitada de estruc­turas, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concre­tas. En segundo lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras muy determina­das. Por último, las cosas del universo existen porque tienen coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y no caóticas.

Desde el punto de vista de la constitución y funcionalidad de las cosas éstas, que pertenecen a escalas distintas, están compuestas por cosas de escalas menores y, a su vez, forman parte de cosas de escalas mayores. La pertenencia implica funcionalidad. Así la funcionali­dad propia de cada cosa le viene por la funcionalidad particular de las cosas que la componen, e interviene en la funcionalidad de la cosa de la que forman parte. La función particular de una cosa permite que la cosa de la que forman parte posea una función específica.

Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo. Nuestro intelecto necesita conocer única­mente las causas que relacionan las múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden asi­milarse a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas y para la cual poseen teóri­camente una unidad primordial. La relación causal produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimen­sión microscópica hasta la dimensión microscópica.

La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas: todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, pueden transfor­marse unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo espe­cífico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición. La unidad no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien intelectual y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son esencial­mente fuerzas y estructuras que funcionan en las distintas esca­las del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad al mismo universo.

De lo anterior se deduce que las cosas, aunque múltiples, no son caóticas. La multiplicidad no es informe, sino que proviene de la capacidad de la materia (no de la materia prima desde luego, sino de la estructura y la fuerza, complementariedad que analizo en mi libro La clave del universo, ref. http://claveuniverso.blogspot.com)  para organizarse y reorga­nizarse indefinidamente en estructuras y desempeñar funciones ilimitadamente variadas, pero cada función según las posibilida­des concretas de subsistencia y de la acción concreta de las estructuras particulares. Las fuerzas por las cuales todas las estructuras se relacionan causalmente entre sí están sujetas a las leyes deterministas que surgen de los especiales modos de cómo las estructuras funcionan e interactúan.

En resumen, el hecho sustancial es que la razón humana produce en la mente ideas que no existen en la realidad objetiva, y las ideas, que son universales y abstractas, son efectivamente representaciones conceptuales de cosas absolutamente individuales y concretas de esta realidad. Y la razón también produce ideas en tanto relaciones verdaderas de cosas objetivas, pues estas cosas se relacionan causalmente en el universo real.


El espíritu y la materia


La filosofía tradicional nunca ha podido liberarse de la dualidad espíritu-materia, y muchos filósofos contemporáneos per­sisten en observar la realidad desde esa perspectiva. Sin embar­go, la concepción de la metafísica del ser, que asume esta duali­dad, no sólo representa un obstáculo para aceptar las conclusio­nes de la ciencia, sino que no encuentra sentido alguno en lo referente a la forma de cómo funcionan las cosas del universo. Los problemas con la noción de ser son que puede predicarse tanto del espíritu como de la materia, al tiempo que no le es relevante la distinción entre estructura y fuerza.

La teoría de la dualidad espíritu-materia supone que la materia tiene un carácter puramente pasivo, atemporal e indeterminado, lo que obliga a postular (Aristóteles) un principio complementario de naturaleza acti­va e inmaterial, la forma, para explicar la multiplicidad y el cambio en los entes. Para explicar la vida biológica, algunos han debido recurrir a un cierto principio vital, inmaterial, que denominan alma, la parte del ser que anima al cuerpo material. Todos suponen que este principio inmaterial, en el caso del ser humano, es espiritual, y es identificable con la razón, o la mente, sin llegar a definir psicológicamente la diferencia entre estos conceptos. De cualquier manera, para la dualidad, en primer lugar la razón sería inmaterial porque se arguye que sólo una mente no-mate­rial es capaz de contener ideas o conceptos, dado que éstas son concebidas como inmateriales a causa de su carácter abstracto y universal. En segundo término, ella sería inmaterial, y más propiamente espiritual, porque es capaz de conocer y ordenar lógicamente los contenidos de conciencia de modo activo.

La causa de esta creencia, subyacente en la epistemología tradicional y que condicionó su metafísica, fue el asignar un carácter inmaterial a nuestro intelecto. Las culturas del Medite­rráneo oriental habían sido dualistas desde el tiempo de Egipto de los faraones, por lo que a los antiguos griegos no les costó nada suponer que el ser humano está compuesto por materia y espíritu. Creían, en consecuencia, que las ideas deben pertenecer al mundo espiritual. Milenios después, en la Edad Media, para demostrar que la razón es espiritual santo Tomás de Aquino pensó que basta con enunciar el principio “quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, esto es, que tanto el contenido como el contenedor son de la misma naturaleza, y afirmar a continuación que la idea es inmaterial.

Siglos después, siguiendo la tradición platónica, Kant tam­bién concibió al sujeto del conocimiento como espiritual. En tal caso es forzoso que el objeto que conoce debe comprenderse como inmaterial y suponer que precisa de un entendimiento para que genere representaciones inmateriales del material sensible y llegue a producir el objeto inteligible. De este modo, el objeto cognoscible, del mismo modo que el sujeto cognoscente, pertenece al ámbito de la conciencia. Esta tradición constituyó el funda­mento de las corrientes filosóficas posteriores: espiritualismo, positivismo, neocriticismo, idealismo, historicismo, filosofía de los valores, pragmatismo, realismo, fenomenología, existencialis­mo, incluso de las corrientes que suponían ser contrarias y críti­cas, como el marxismo, pero que caían igualmente en las garras de la dualidad.

Por el contrario, la ciencia (como también el empirismo lógico y la filosofía analítica)  no encuentra nada inmaterial ni en las ideas ni en la mente. La razón que imaginaba Aristóteles para describir analógicamente la inmaterialidad de nuestro intelecto, sobre la cual las impresiones inmateriales de la experiencia sensible van inscribiendo el conocimiento quam tabulam rasam, es por el contrario un intrincado, poco explorado, pero prodigiosamente funcional y denso entramado de neuronas que actúan concertadamente, cada una de ellas a modo de transistor, y todo este conjunto es además material. Incluso el argumento tomista para demos­trar la inmaterialidad de la razón a partir de la inmaterialidad del concepto mediante el principio que se refiere a que tanto el contenido como el contenedor deben ser de la misma naturaleza es tautológico y puede ser empleado de la misma manera para demos­trar que nuestra mente, en cuanto contenedor, es material si demostramos que las ideas, en cuanto contenidos, son también materiales. Para la teoría del conocimiento científico, éste es precisamente el caso, puesto que las ideas pertenecen a los conjuntos estructurados a partir de constituyentes biológicos, donde las fuerzas electroquímicas son decisivas, siendo la es­tructura neuronal del sistema nervioso central empleada a modo de hardware.

El proceso del conocimiento es el producto de la combinación tanto de la información material (sensorial) suministrada por el aprendizaje y la experiencia contenida en la memoria y su poste­rior elaboración conceptual y lógica, como de las características estructurales de nuestro cerebro. Así, también podemos suponer que aquel “Mundo de las Ideas” imaginado por Platón tiene en cierta medida existencia real, pero las funciones psíquicas de nuestra estructura cere­bral, la cual es construida en cada ser humano por codificadas y precisas órdenes de determinados genes que componen nuestra dota­ción genética hereditaria. Del mismo modo como la combinación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno produce siempre una molécula de agua, las neuronas, codificadas por los genes, se estructuran para hacer posibles las ideas.

Nuestras ideas no son innatas, como sí lo son ciertas imágenes y emociones instintivas que se constituyen en zonas más primitivas del cerebro, más debajo de su corteza, durante su formación en el periodo de gestación en el útero materno, y que compartimos con los animales superiores. La configuración establecida genéticamente de nuestro cerebro de estructuras con programas prefigurados con­voca y guía el aprendizaje y permite la elaboración y comunica­ción de ideas de maneras muy determinadas, activadas por instancias estructurales biológicas y sus correspondientes funciones psicológicas. Éstas son comunes a todos los individuos de nuestra especie, de modo que nuestra inserción social nos pone en contacto con determinados conjuntos estructu­rados de ideas colectivamente aceptadas.

Lo mismo que para Platón, cabe decir de las “categorías” y “formas a priori” de Kant, o del “subconsciente colectivo”, depósito de los “arquetipos”, que son los conocimientos signifi­cativos que se originaron desde los remotos tiempos de nuestros primitivos ancestros, según el psicoanalista C. G. Jung, y que –nosotros podría­mos explicar– por constituir ventajas adaptativas, terminaron por integrar el código genético que conforma el cerebro, como el temor a los ofidios o el reconocimiento de los atractivos sexua­les en el otro sexo. Todos ellos procuraban explicar el modo de funcionamiento del cerebro humano y sus capacidades intelectivas como supuestamente experimentamos, pero sumidos en el prejuicio de la dualidad, por el que se asume que la facultad intelectiva es espiritual y separada radicalmente del mundo sensible y mate­rial.

En cambio, si la misma razón es concebida como material –en esto podemos remitirnos a la neurofisiología o a la cibernética electrónica–, no se requiere de un entendimiento que inmaterialice el compuesto sensible de la experiencia, sino de un mecanismo de nuestro universo material que permita la comparación, la verificación, la separación, la estructuración, la relación del material infor­mativo. Este material informativo es tanto entregado directamente por lo sensible a través de los sentidos de sensación como suministrado indirectamente por otro mecanismo de naturaleza del mismo universo material y que posee la capacidad para guardar la información que proviene de lo sensible, que es la memoria. Ambos mecanismos materiales existen en nues­tro cerebro perfectamente material.

Con esta organización estructural, el intelecto material (“el recipiente” de santo Tomás) puede estructurar ideas y proposiciones también perfecta­mente materiales (“lo recibido”). En tal caso, el objeto del conocimiento kantiano podría salir fuera del entendimiento y pasar a perte­necer a la cosa en sí, pues ya no necesita vincularse con una razón inmaterial, siendo ésta, por el contrario, completamente material. El único inconveniente para conocer al objeto identificado con la cosa en sí sería el princi­pio de incertidumbre de Werner Heisenberg, que señala que es imposible hablar de la cosa tal como es, al constatar que medir es perturbar, es decir, que es imposible, en principio, medir una magnitud física sin perturbar el sistema observado. Pero dicho principio opera en el mundo infinitesimal de la física cuántica y desprovisto de inter­ferencias. En una escala superior la perturbación llega a ser irrelevante. En cualquier escala mayor se conocen funciones de las cosas y es además posible conocer la cosa en sí.


La trascendentalidad de una proposición sintética


Si la filosofía tradicional idealista afirma que la unidad y la inmaterialidad pertenecen a las ideas, y el raciona­lismo asegura además que algunas ideas se relacionan necesariamen­te entre sí, como, por ejemplo, el color y la extensión, se debería concluir que existen proposiciones necesarias que son a priori. Esto es, si los componentes de la proposición, las ideas, son más reales que lo que representan, y siendo la verdad un atributo de proposiciones a priori antes que de la concordancia de las relaciones que representan, habrá proposiciones necesarias. Así, pues, el racionalismo puede sostener que una proposición a priori es necesaria desde el instante que es afir­mada, puesto que supone que tal propiedad es inherente a la forma de conocer. Ahora, que la verdad de una proposición necesaria pueda provenir a priori por el sólo hecho de obtenerse de principios racionales, y no por originarse de la realidad sensible, es un asunto que conviene sólo a la metafísica racionalista del ser.

Kant va más lejos aún. Para él la propiedad para que una proposición sea necesaria se la confiere el sujeto. De ahí se deducen dos características. Primero, la verdad se fundamenta en el sujeto y no en un objeto de la realidad sensible, con lo que llega a un completo subjetivismo. Segundo, la creencia de Kant de que las proposiciones metafísicas, necesarias por excelencia, deben ser proposiciones sintéticas a priori, es decir, afirma­ciones o negaciones cuyos predicados no pueden derivar de la experiencia, pero que aportan nuevo conocimiento. De ahí, para establecer la validez de la metafísica Kant se ve obligado a exigir del sujeto una actividad subjetiva y una “tras­cendentalidad” con el propósito de obtener el carácter necesario que exige una proposición sintética a priori. Incluso el objeto de conocimiento, que para él ha sido producido por el entendi­miento a través de las “formas a priori” para asumirlo como representación de elementos materiales fenoménicos, no puede estar presente en una proposición a priori, pues estos elementos sensibles son caóticos e informes.

Pero si nosotros demostramos, primero, que la razón no nos provee proposiciones de carácter necesario y, segundo, que aquellos elementos materiales no son caóticos ni informes, sino que provienen de las relaciones causales deterministas y necesarias, propias del mundo sensible, todo aquel andamiaje subjetivista, construido forzadamente por Kant, carece entonces de justificación, y debería caer estrepitosamente. Ya la aseveración de que no podemos conocer las cosas en sí, los noume­na, pero como aparecen, en cuanto fenómenos, pierde fuerza.

Sin necesidad de preguntarle a Kant sobre cómo puede él afirmar que hay un mundo real si acaso no se le puede conocer, podríamos afirmar que lo que conocemos efectivamente son las cosas como se nos aparecen, es decir, que los objetos del conocimiento son de hecho apariencias de las cosas. Pero también podríamos sostener con el mismo énfasis en la perspectiva realista lo siguiente: Primero, que existe un mundo real cuya existencia es independiente de nuestro conocimiento. Segundo, que mediante nuestros sentidos podemos conocer las cosas del mundo real en tanto objetos externos a noso­tros y como son. Tercero, que únicamente conocemos las cosas de modo a posteriori, pues deberíamos entender que la cosa se constituye en objeto cognoscible hacia un sujeto cognoscente cuando sujeto y objeto se relacionan cognoscitivamente en forma espontánea. Cuarto, que este conoci­miento a posteriori es también “sintético” a causa de nuestra capacidad para relacionar ontológicamente las representaciones cognoscitivas de las cosas, en nuestro pensamiento abstracto, en unidades ontológicas cada vez más universales. Quinto, que el tiempo y el espacio pertenecen a la causalidad natural entre las cosas y no, como suponía Kant, a las formas a priori de nuestra sensibilidad que hacen pensable, bajo la unidad del concepto, un dato empírico asumido por aquéllas; pues lo necesario de una relación ontológica o de una proposición proviene del determinismo de la causalidad del universo y no de su supuesto inmovilismo.

Esto es, lo que estamos afir­mando en parte es que tanto el sujeto está en condiciones de conocer como el objeto está en condiciones de ser conocido, y no, como pretendió Kant, a través de la acción única y unilateral del sujeto. También estamos afirmando que podemos conocer la cosa en sí, tal como es, como veremos a continuación.

Aunque estamos lejos de la distinción que Aristóteles hizo entre substancia y accidente, estamos aún más lejos de la distinción que Kant hizo entre el fenómeno y la cosa en sí, puesto que, como ya indicamos, se trata de una distinción de esencias y no de la realidad. En cuanto a la primera distinción, debemos pensar que no describe la realidad como realmente es. Las cosas se componen de cosas de escalas inferiores y a su vez son componentes de cosas de escalas superiores. Además, todas las cosas, en sus propias escalas, son funcionales en cuanto son causas y efectos, por lo que, más que sus atributos, lo que percibimos de las cosas son sus funciones, siendo además la percepción una relación causal entre el objeto y el sujeto. Si una cosa tiene peso, es por la masa que contiene, la que es atraída por la fuerza de gravedad que ejerce la Tierra; si es azul, es porque absorbe la radiación de todos los demás colores del espectro lumínico, reflejando el azul que recibe. Además, si sentimos el peso de una cosa es porque su masa interactúa con la masa de nuestro cuerpo, y si sentimos que una cosa es azul es porque nuestro ojo es capaz de captar la radiación en tal frecuencia y longitud de onda.

Por tanto, no basta con afirmar la existencia de las cosas, como Aristóteles. Es preciso subrayar que las cosas son eminentemente seres individuales que se relacionan causalmente entre sí y con nosotros, porque ellas y nosotros somos funcionales. Si Aristóteles no vio este decisivo aspecto, es porque él no contó con las conclusiones de la ciencia empírica, y relegó la causalidad que se observa en la naturaleza a sus cuatro causas (formal, material, eficiente y final). Si la funcionalidad es lo que define una cosa, constituyendo su esencia, entonces la relación causal es más significativa e importante que el ser y su existencia.

En cuanto a la distinción kantiana, nosotros podemos concebir el fenómeno como correspon­diente a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Así, pues, podríamos concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si identificamos apariencia, en el sentido de esencia, con función, en el sentido de causa y efecto. Así, pues, nuestros sentidos captan las manifestaciones de las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente tras relacionar sensaciones en percepciones, percepciones en imágenes, imágenes en ideas en escalas ascendentes e inclusivas. También podemos llegar a conocer las causas que las relacionan.

Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también podemos conocer la cosa en sí, el noúmeno, pues si podemos conocer la función, también es posible conocer su origen. Para ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para llegar a predicar el ser de todas las cosas. Podremos decir que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es esencialmente funcional, es decir, es fenómeno, precisamente porque es estructura y fuerza. Ambas pueden llegar a ser conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. Toda cosa está compuesta de estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Aunque en mi libro La clave del universo (ref. http://claveuniverso.blogspot.com) describo más extensamente los conceptos de fuerza y estructura, ahora es pertinente indicar que ambas, fuerza y estructura, son los elementos que comparten todas las cosas del universo. Estas dos esencias de las cosas, que explican por qué son fenómenos, definen al mismo tiempo a todo ser por lo que es, explicando en consecuencia la cosa en sí.

Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia empírica que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura es funcional porque siempre ejerce fuerza, ya sea como causa, ya sea como efecto. En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra estructura de un modo determinado según la fuerza ejercida y el modo de ejercerla. Todo ejercicio de fuerza produce cambio, que es aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga una mentalidad científica.

En consecuencia, podemos sostener, en contra de Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas, sino del determinismo del universo y de cómo funcionan las cosas. Así, por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del tiempo y del espacio, y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuadas por nuestro inte­lecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo causal que rigen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de todos los seres.

La sospecha de que la subjetiva razón humana es limitada para conocer objetivamente aquellas proposiciones sintéticas a priori con valor necesario, que postulaba Kant, indujo a Fichte, Schelling, Hegel y a los idealistas alemanes a conceder una realidad supra-­humana a la razón, pero sin renunciar a su carácter necesario e inmaterial. Esta escuela de pensamiento, que se apoya sobre elementos puramente mágicos y míticos, y cuyos máximos exponen­tes, como el mismo Hegel y también el joven hegeliano Marx, fue tan dogmáti­ca como omnisciente, estando absolutamente lejana de lo que estamos sosteniendo.

El sistema kantiano ha sido lamentablemente decisivo en el desarrollo de la filosofía contemporánea. Por la supuesta imposibilidad del entendimiento de conocer la cosa en sí, se destruyó el funda­mento para la certeza del conocimiento objetivo. El nihilismo de Nietzsche anunció el escepticismo general y Heidegger puso en duda el fundamento de los fundamentos, el ser. El terrible legado de Kant fue el renunciar a la posesión de un universo no sólo unificado, sino que racionalmente comprensible.


Conclusión


Trascendentalidad

Este ensayo persigue encontrar un concepto trascendental, y por tanto filosófico, que unifique el universo, dándole racionalidad, y que surja fundamentado en la actividad de la ciencia. Por ello no prose­guiremos con el análisis de las corrientes filosóficas poskan­tianas. No deseamos alargarnos innecesariamente acerca de tales materias en esta obra, uno de cuyos propósitos es ser relevante a la relación entre filosofía y ciencia, cosa que las filosofías postkantianas se han esmerado en complicar y confundir en el fútil intento por ser ellas mismas relevantes. Es sorprendente consta­tar en la historia que tanto ingenio humano se consuma en desa­rrollar y aceptar teorías tanto ingenuas y banales como irreales.

Nuestros juicios pueden adquirir el carácter de necesario, incluso frente a la certeza de un universo cuyo tiempo y espacio sabemos ahora que son relativos. Precisamente, este tipo de universo es el que la ciencia ha encontrado en su investigar y no aquel cosmos estático, perfecto y eterno concebido por los gran­des filósofos de la antigüedad para justificar justamente lo necesario del juicio. Así, por ejemplo, Aristóteles supuso que el mundo es eterno y es el centro de esferas eternas que lo rodean, las que eran para su época sinónimo de perfección.

La segunda característica que hace que una proposición sea trascendental es su universalidad, es decir, que sea válida para todo el universo. En efecto, las cosas las conocemos filosófica­mente por referencia a ideas más universales, esto es, por sus relaciones ontológicas, de las cuales la más universal es la idea de ser, y científicamente por sus manifestaciones, es decir, por sus relaciones causales, las que obedecen a leyes universales. Es precisamente la combinación de las relaciones ontológicas de nuestro pensamiento abstracto con las relaciones causales empíricamente verificables que genera la ciencia, en combinación con las relaciones lógicas que produce nuestro correcto pensamiento racional, lo que permite un conocimiento trascendental.

Por otra parte, lo que justifica la verdad de una proposi­ción es que refleje fielmente la causalidad natural del universo. Puesto que, probablemente, el desarrollo científico no tiene previsiblemente término en consideración a la infinidad de su campo de estudio, a su parcial inaccesibilidad y a su infinita­mente potencial sutileza, la realidad nunca podría llegar a ser conocida de manera total y constituirá siempre un misterio para nosotros, lo que no significa que no podamos tener conoci­miento trascendental de ella, como lo son las leyes naturales que logramos descifrar. Si lo que conocemos no son únicamente cosas o entes relacionados entre sí en forma ontológica, sino también relacionados causalmente, estas relaciones causa­les, que son precisamente la materia del estudio de la ciencia, deben incorporarse al campo de interés de la filosofía, pues son universales, además de necesarias, al constituir por derecho propio leyes que se cumplen para todo el universo. Además, son naturalmente anteriores a las relaciones ontológicas, por lo que permiten responder con mayor certeza y objetividad a la pregunta acerca de qué son las cosas.

Aunque la misma realidad objetiva es externa y relativa, y aunque el sujeto que conoce está limitado en sus posibilidades de conocer, podemos afirmar empero que a causa del determinismo del funcionamiento del universo las propo­siciones trascendentales no sólo no son imposibles, sino que resultan del modo científico de conocer el universo. Por otra parte, si la realidad es objetiva, es decir, es externa a los suje­tos que conocen, que somos ciertamente nosotros, podemos necesariamente tener juicios verdaderos acerca de ella. Y si los modos de funcionamiento determinados de las cosas de la realidad valen para el universo, nuestros juicios podrán tener el valor de necesarios y universales. Nuestros juicios serán necesarios, porque son deterministas; y serán universales, porque valen para todo el universo. Estas dos carac­terísticas hacen que una proposición sea trascendental. Por lo tanto, si podemos obtener proposiciones con valor trascendental, podemos ciertamente llegar a formular proposiciones objetivas y establecer verdades indiscutibles, de carácter absoluto.

A priorismo

El escaso desarrollo de la ciencia en el pasado explica que la epistemología y la metafísica tradicionales se edificaran sobre lo que ahora nos parecen suposiciones y nociones a priori, y carentes, por tanto, de una base empírica. Más arriba se describieron las tres nociones o prejuicios que dominaron la historia de la filosofía tradicional: la dualidad espíritu-materia, la oposición entre el caos de lo real y la razón de lo ideal, y la ilusión de las proposiciones a priori necesarias. Estas nociones filosóficas son precientíficas, pues han sido desbaratadas por el surgimiento de la ciencia.

Cuando la ciencia está experimentando un desarrollo tan extraordinario, lo que en la actua­lidad no se justifica es que algunos filósofos persis­tan en este tipo de esquemas filosóficos tradicionales. Aún más, es posible constatar que parte de la filosofía no sólo se ha vuelto incapaz para responder al hombre contemporáneo en sus anhelos del conocimiento de las últimas cuestiones, sino que se ha tornado críptica o simplemente irrelevante a la perspectiva científica por haberse encerrado en sus propias categorías pre­científicas. Posiblemente, parte de la culpa corresponda a la formación académica impartida en los estudios de filosofía que no sólo no valora las matemáticas, que es el lenguaje de la ciencia y con la cual muchos filósofos se sienten bastante incómodos, sino lo que la ciencia tiene que decir. De otro lado, probable­mente, quienes estén haciendo actualmente filosofía que sea rele­vante a nuestros contemporáneos sean precisamente los mismos científicos, quienes integran teorías distintas en unidades tota­lizadoras de escalas mayores, pues filosofar no es precisamente un atributo que otorga un título de licenciado en filosofía, sino que se refiere al cuestionar la realidad con mayor propiedad para buscar una racionalidad aceptable.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo viene de http://fundafilo3.blogspot.com y corresponde al Capítulo 4, “Crítica a la filosofía tradicional”, del libro II, El fundamento de la filosofía, http://fundafilo.blogspot.com.